Comentario
Hasta mediados del siglo IV a. C., pocos griegos dudaban del carácter bárbaro de los macedonios. Pueblo lejano, con lengua propia y dedicado principalmente al pastoreo de sus grandes yeguadas, nadie hubiera pensado que, con el tiempo, se convertiría en señor de Grecia y promotor de su cultura en los más lejanos rincones del mundo, incluso en los aún por entonces desconocidos.
En realidad, poco es lo que sabemos de la cultura macedónica antes del reinado de Filipo. Parece, eso sí, que desde muy pronto sus monarcas advirtieron el brillante mundo que se desarrollaba al sur de sus territorios, e impulsaron la helenización de su reino. Pero lo cierto es que las colonias, generalmente controladas por Atenas, apenas difundían otra cosa que sus obras artesanales, y lo único relativamente helenizado del reino, a niveles más elevados, era la casa real. Los monarcas emitían monedas en estilo griego, y su mayor orgullo radicaba en poder ir, como griegos, a las Olimpiadas: en efecto, de toda Macedonia sólo su familia era considerada helénica, por ser, según la leyenda, descendiente de Heracles.
Haciendo gala de su pasión por lo griego, algunos reyes intentaron atraer a su corte, con generosas dádivas, a famosos literatos y artistas: Arquelao I (h. 413-399 a. C.), por ejemplo, recibió la visita de Zeuxis, del músico Timoteo de Mileto, del poeta épico Quérilo y de los grandes trágicos Agatón y Eurípides. Pero lo cierto es que tales contactos no debieron de superar el nivel de un esnobismo cortesano.